domingo, 17 de abril de 2011

Un amor en Tiempos de......por Silvana




El reloj ya casi marcaba la media noche, una suave luz iluminaba la estrecha escalera de caracol que conducía a la torre. Como de costumbre, a la misma hora, subió cada escalón con mucho cuidado, como si en cada uno de ellos, cada rincón de su cuerpo viviera una completa transformación, como en una pieza musical en que cada tono, en que cada nota, conduce a la otra y; así, todas forman luego una gran obra. Al llegar arriba, Mery exhaló un suspiro, había concluido con la primera parte de su ritual.
El camisón, de franela con ribetes de broderie, le daba un aspecto maternal y a la vez seductor. La cera derretida que caía del candelabro le quemaba la mano izquierda, pero ella no la sintió, estaba habituada. Sus tres hijos pequeños dormían hace horas y no sospechaban que su madre cada santo día se dirigía hasta lo alto de esa gran casa.
En la última habitación del altillo, donde todos creían que se guardaban muebles viejos, Mery tenía su escondite; sólo ella tenía la llave. De descuidado, el cuarto no tenía nada, esta joven y delicada mujer lo mantenía en completo orden y muy bien decorado. Flores frescas de la estación la esperaban cada día, así apenas abría la diminuta puerta, una bocanada de perfume inundaba sus pulmones.
Un sofá verde claro con cojines rosados, también pálidos, le daba a la habitación un aire femenino y primaveral. En un costado, una pequeña estufa a leña, sin encender - para no despertar sospecha -, le daba calor visualmente. En la esquina, una pesada mesa de roble ovalada era su lugar de trabajo. Antes de ponerse a escribir, Mery descansaba en el sillón algunos minutos, colocaba sus ideas en orden, luego encendía los otros dos candeleros, en total doce velas cada noche.
Un suave té de jazmín, servido en una pequeña taza de porcelana, la ayudaba a aclarar su mente e hilar las ideas. En la escalera de caracol ya había comenzado a dilucidar la historia que ahora debía continuar y darle vida en aquel cuaderno todo manchado de tinta. Las empleadas ya habían notado los dedos teñidos de la señora, pero por discreción no le preguntaban, “debe llevar un diario de vida”, se respondían mientras cuchicheaban en la cocina.
Esa noche era especial, era el solsticio de invierno, la noche más larga del año, el día en que el sol parece regresar de su viaje anual al Sur y empezar su lento retorno a las latitudes del Norte; una noche que sin duda debía aprovechar. Se acercaba también Nochebuena, el recordatorio del nacimiento de Jesucristo, fecha que colmaba su corazón de alegría y nostalgia. También sería la segunda Navidad que pasaría sin su marido.
“Amor mío, esposo mío, no sabes cuánto te extraño, cada día sin ti es un calvario tan grande como la cruz que llevó nuestro Cristo hace casi dos mil años atrás….”
“Hoy al despertar y no verte a mi lado me embargó una pena tan grande que por mí no me hubiese levantado jamás. Si no fuese por nuestros hijos, ya estaría vagando en las tinieblas del bosque. Me pregunto a cada instante por tu regreso, si estarás bien, sano, con vida, en todas la penurias que estarás pasando, viendo la maldad de la gente, de hombres llenos de ansías de poder, de ambición sin igual, pero esposo mío, sólo quiero gritarte que estoy aquí esperando por ti, leal a tu amor, como el primer día en que te conocí. En tu última carta, hace ocho meses, no me decías mucho, quizás por confidencialidad o para no preocuparme, sólo mencionaste lo mucho que nos extrañas, sé que tu mente y tu corazón están con nosotros, lo siento así, le pido a Dios te proteja de cualquier infortunio y te de vida para tenerte pronto de vuelta en casa….”.
Todas con fecha y ordenas por mes, lo que un día Mery comenzó como unas simples cartas dirigidas a su esposo, que se fue a la guerra hace más de dos años, se estaban convirtiendo en una historia de amor que cobraba vida con el correr del tiempo.
Esta afición la mantenía motivada, durante el día planeaba, armaba y desarmaba diálogos en su mente, daba giro a la trama, incorporaba personajes, otros los hacía desaparecer, jugaba con ellos como un titiritera, movía los hilos a su antojo. También se adelantaba en el tiempo y en el espacio, luego retrocedía la historia, meditaba cómo dilucidar los misterios, así esta incipiente escritora se la pasaba día tras día. El inicio de una inocente narración era ahora más fuerte que ella, ésta la tomó, la apoderó, sus enormes ansias no la dejaban en paz, ni siquiera en sus sueños.
Sin duda, la ausencia de Gerard la había dejado perturbada, su única forma de escape era escribir sin cesar, ya eran habituales sus ojeras, sus cercanos pensaron que estaba enferma, por lo que llamaron al doctor - muy escaso en esos días -, declarándole principio de anemia, pero Mery sabía perfectamente cuál era su problema, debía terminar su novela.
El supuesto final la tenía trastornada. Este punto de la narrativa estaba fuera de su control, el resto de la historia la pudo manipular a su antojo, pero el desenlace no le correspondía, lo intentó mil veces, pero algo le impedía dar con las palabras correctas. Algo debía suceder para que Mery diera con el final, pero no sabía qué, se la llevaba atenta a todo, cualquier movimiento lo analizaba exhaustivamente, desgastando aún más sus energías.
En mayo aún quedaban vestigios de la primavera, pero las flores y el bosque perfumado de eucaliptus ya no la inspiraban como antes. Los primeros calores del incipiente verano la tenían más abatida. Una tarde salió a caminar, llegó hasta el bosque, se sentó junto a un viejo álamo para garabatear en su cuaderno, pero no daba con ninguna idea. Sus hijos jugaban en la pileta con sus nanas; aunque estaban cerca, Mery se sentía cada vez más alejada de ellos, ya no se esmeraba en tener conexión emocional, y a pesar de su niñez, los chicos se daban cuenta que su mamá no estaba bien, que estaba enferma y preferían no molestarla.
En el horizonte divisó al cartero, hacía casi un año que no recibía noticias de su marido. Esto la alegró mucho, rápidamente recogió su vestido y fue al encuentro del sobre. No había una carta de Gerard, sino dos. Emocionada las tomó al mismo tiempo.
“Amor querido, siento tanto no haberte dado noticias, pero la situación es cada vez más complicada, hasta sospechamos que pueden interceptar la correspondencia, por eso no debo ser muy específico en mis relatos. Estoy en un hospital, en Polonia, fui herido en una pierna en el último combate, también tengo perforado el costado del pulmón derecho y la falta de medicamentos han hecho que mi recuperación sea más lenta. No quería preocuparte, por eso recién te escribo ahora, que ya estoy mejor y que por lo menos puedo escribir estas líneas. Se rumorea que esta guerra está llegando a su fin, pero hasta que las fuerzas enemigas no se rindan, no podemos cantar victoria…
Mery, tampoco he sabido de ustedes, esto me tiene muy angustiado, en tu última carta me contabas que me escribías a diario, pero no he recibido nada, por eso temo que les haya sucedido algo grave. Estoy tratando de averiguar con un conocido.
Espero estar pronto con ustedes y dejar atrás esta pesadilla que no tiene fin, un abrazo a los niños y un beso para ti. Recuerda que te amo infinitamente….”
Saber que su esposo fue herido en la guerra sobrecogió a Mery, se sintió impotente, sólo quería correr a abrazarlo y no soltarlo más. La angustia la embargó enormemente, con los ojos inundados de lágrimas y con un escalofrío en su espalda, procedió a abrir la otra carta. Tomó el sobre, lo miró concentradamente, el sello postal era diferente y estaba escrita con otra letra.
“Estimada señora Mery Thomas: Lamentamos comunicarle que su esposo ha sido seriamente lastimado en la frontera con Checoslovaquia, no lo hemos dado de baja porque no hemos encontrado su cuerpo. Cualquier noticia se la informaremos……”.
Estas palabras fueron su fin, sus esperanzas, las de volver a amar, las de volver a sonreír, fueron anuladas de golpe. No imaginaba su existencia sin la presencia de este hombre que amaba desde que era una adolescente, ni menos seguir con una familia a cuestas, era demasiado para ella, y lo peor, sabía que ya ningún otro ocuparía su corazón, por más que eligiera vivir en compañía de otro esposo, su corazón, su alma, su cuerpo, sus pensamientos, todos sus sentimientos estaban reservados sólo para Gerard, no había esperanza, no.
Ya no tenía ánimo ni motivación de subir la escalera de caracol para seguir con su historia, su único esfuerzo consistía en mantener la respiración necesaria que le asegurara la vida, que le asegurara a sus hijos la existencia de su madre. Cada día perdía más peso y la escases de alimento atenuaba aún más su situación, pero con la ayuda de un amigo del pueblo pudieron conseguirle vitaminas y hierro, y la leche que antes se reservaba a los niños, ahora estaba destinada casi en su totalidad a Mery. Sus ojeras se profundizaban junto con la pena de su alma.
Con el correr de las semanas empezó a sentirse con un poco más de energía, suficiente para implorar a Dios un halo de vida para ella y Gerard. Se negaba a creer su muerte, se convencía a cada minuto que era una equivocación, que un milagro aún lo tenía con vida, imploraba un milagro, rogaba un milagro, esa fe la ayudaba a no derrumbarse, su Dios no le permitiría semejante sufrimiento, con estas plegarias se consolaba y seguía durmiendo.
Así pasaron dos meses, el otoño y los árboles con su variopinto de hojas de colores, daban a la estancia un aire romántico y a la vez nostálgico. Ninguna carta del exterior había llegado. Sin duda, quería noticias, pero a la vez, que no llegara información confirmando el fatal destino de su amado, la ayudaba a seguir con el hilo de esperanza que aún tenía en lo profundo de su corazón. Prefería seguir creyendo que en alguna parte del mundo él seguía con vida, aunque nunca volviera a tener la certeza absoluta de su fallecimiento.
La falta de una madre cariñosa y la presencia de un padre se resentían en la personalidad de los niños. A pesar de los juegos y los deberes, éstos reflejaban un dejo de soledad y tristeza en sus ojos. Mery estaba consciente de ello, pero su desolación era más fuerte, era una deuda que algún día debía pagar.
Buscó refugio nuevamente en el altillo. Paso a paso, en cada peldaño pedía fuerzas para continuar con este proyecto que la había tenido tan afanada hace unos meses y que ahora había llegado a detestar. En la cima de la escalera de caracol divisó la puerta de su escondite, avanzó lentamente y toda temblorosa le dio dos vueltas al cerrojo. La habitación estaba tal cual la había dejado, pero las telarañas habían aparecido, el sofá estaba lleno de polvo al igual que su escritorio y las flores marchitas daban un aspecto fúnebre.
Encendió los candeleros, nueve cirios esta vez. Se quedó pegada, inmóvil, su mente divagaba entre penumbras, pesadillas y malos recuerdos. Una de las velas comenzó a chirriar, esto la alarmó, pero pronto volvió a su normalidad. Hincada en un viejo tapete persa rezó un Padre Nuestro y dos Ave María, ahora se sentía con más fuerzas para recomenzar. Se apoyó en uno de los brazos del desgastado sillón y lentamente se levantó para caer de súbito a la silla de madera giratoria, frente a la gran mesa de roble.
Leyó la última frase que tenía escrita en el papel amarillento, “mi Gerard, espero tenerte para Navidad, como sea tendremos un pavo y recordaremos nuestra separación como algo lejano que nunca más volverá a suceder, y los niños estarán tan felices que te pedirán una y otra vez cuentes tus historias de guerra, las historias de un héroe”.
Al leerla Mery rompió en llanto, quedaba poco más de un mes para Navidad, su festividad predilecta. ¿Qué haría ese día sola? ¿Cómo soportaría esta fecha sin su amor? Ni lo podía imaginar. Angustiada alcanzó la Biblia que tenía en el estante superior, necesitaba una palabra de consuelo, necesitaba fe, fe ciega, ésa que se le había escurrido últimamente. “Entonces los justos le responderán diciendo: Señor, ¿Cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos, o sediento, y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos forastero, y te recogimos, o desnudo, y te cubrimos? ¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti? Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis”, (Mateo 25, 37- 40).
Fue entonces cuando esta joven madre entendió que no debía de temer, estaba consciente de haber obrado bien en la vida y de ser digna hija de Dios Todopoderoso, y que la vida de su esposo no estaba en sus manos, sino en la de Él.
“Gerard, he sufrido lo inimaginable desde tu supuesta desaparición, ya no puedo más con este calvario, se me está yendo la vida pensando en tu retorno, pero hoy entrego tu destino, tu vida, al Altísimo. De alguna forma, si es su voluntad, te habrá proporcionado los medios para traerte de vuelta, y si nunca más sé de ti, tengo la convicción de que algún día nos encontraremos en el Cielo y viviremos lo que no pudimos aquí…
Ahora trataré de recuperar mi salud, de atender a nuestros hijos que tanto me necesitan, para que sean nobles y valerosos como tú querrías. Mi tesoro, donde quieras que estés recibe mi amor eterno. Siempre tuya, Mery”.
La esfera turquesa emanaba un destello muy sutil y que a Mery la tenía soñando en su infancia. El menor de sus hijos, Jimmy, le pasó una borla dorada con franjas rojas, que había heredado de su bisabuela. Empinada, Charlotte trataba de fijar unas campanillas en lo alto del árbol, mientras Dylan, el hermano mayor, que por derecho y en ausencia de su padre, colocaría la estrella en la punta del abeto. Mery dejó apoyada en la mesa de centro la reliquia de su niñez - en su interior la nieve caía sobre una típica noche de un poblado austríaco - para contemplar la escena que estaba frente a sus ojos. Notó que la alegría había vuelto a su hogar y hasta pudo reír y hacer bromas con sus hijos.
No hubo pavo en Nochebuena, pero sus niños no reclamaron, estaban felices de compartir con su madre, de que volviera a sintonizar con ellos. Un puesto de más, les recordó que el dueño de casa no estaba, era la tercera Navidad consecutiva.
Esa misma noche, cuando los pequeños dormían, Mery subió a la buhardilla, quería tratar de continuar con su obra. Sólo cinco velas alumbraban sus escritos, debía racionar recursos. Desde su silla, en lo alto de la torre, podía ver el bosque y el reflejo de la luna nueva, a pesar de las nubes era una clara noche invernal. Hizo un alto en la redacción, parada frente a la ventana vio caer los primeros copos, se quedó pensando en su amado y a la distancia le deseo una Feliz Navidad.
El canto de un gorrión la despertó, se había quedado dormida encima de la mesa ovalada. El fuego de la chimenea se había apagado, pero aún quedaban brasas. Se levantó a atizarlo, sentía frío. El cielo violáceo le indicaba que estaba a punto de amanecer, se acercó a la ventana, lo árboles se movían como en una danza, como si estuvieran vivos y quisieran hablarle, se quedó mirándolos, le pareció nunca haber visto aquello. Una sombra oscura y alargada le llamó la atención, pensó que era un zorro, pero a medida que se acercaba, la sombra de éste se iba estirando hasta que se dio cuenta que era un hombre con vestido, más bien, un hombre con sotana tirando un pequeño trineo. Hace mucho no la visitaba el cura del pueblo, éste debió partir para alistarse y dar apoyo espiritual a los soldados, por lo que en todo ese tiempo los habitantes de la villa habían quedado sin la Sagrada Eucaristía.
Feliz de contar con la presencia de un sacerdote en Navidad, se apresuró en bajar la escalera y salir al encuentro de éste. Sin duda, debía de estar congelado con tal ventarrón. Quiso ir a su encuentro para ayudarlo a tirar el trineo, se puso el pesado abrigo azulino de siempre, se abrochó los botines negros y ajustó su gorro montañés. De violeta el cielo había cambiado tenuemente al gris, con pequeños atisbos anaranjados a lo lejos, ese día sería menos nevado.
De lejos el hombre le hacía señas, pero Mery no lo reconoció, no era el mismo cura que se fue - pues éste siempre tuvo una gran barriga y corpulentos brazos - , por lo que imaginó que sería uno nuevo. Al acercarse vio que abría sus brazos en señal de alegría y que su barba se movía como un péndulo por el viento. La sotana le quedaba muy holgada, casi todos habían adelgazado en esos años de austeridad y al parecer él no era la excepción. A diez metros de Mery, el caminar del párroco le pareció familiar, el movimiento brusco de su cadera izquierda le recordó a su marido, que a pesar de ser muy coordinado, a la hora de correr su cuerpo parecía desarmarse. En un momento lo vio detenerse bruscamente y soltar la cuerda que tiraba, para empuñar ambas manos y llevárselas al pecho, golpeándolas dos veces para luego abrirlas y estirarlas, simulando con los dedos el vuelo de una paloma. Mery quedó inmóvil, ese gesto sólo lo había visto en una sola persona, en Gerard, un ademán que inventó para transmitirle coraje y libertad desde lejos, cuando se divisaban de una colina a otra.
Si lo que acababa de ver era broma, sin duda, era de muy mal gusto, pensó. La palpitación de su corazón se aceleró en menos de dos segundos, le faltaba el aire para mantenerse en pie, no podía creer lo que veían sus ojos. No fue capaz de seguir caminando, sus rodillas se desplomaron en el suelo. Al ver esto el hombre de sotana se apresuró, dejando atrás su cargamento. Los ojos mojados de Mery le impedían ver, pero no hacía falta, ya sabía lo que sucedía. Su Gerard había regresado, con vestido y lazo, pero era su Gerard, no podía ser otro.
Tanto había ansiado este momento que ahora que se hacía realidad no sabía cómo actuar, muchas noches soñó correr a su encuentro, otros en que ella despertaba y él estaba a su lado acariciando su mejilla, otras en que recibía una carta informándole que su marido se encontraba sano y salvo.
Su cuerpo se congelaba en la nieve, pero no le importó, el regreso de su amor la tenía inmovilizada. Se llevó las manos a la cara, se secó las lágrimas para ver mejor, para constatar lo que había visto hace menos de un minuto atrás. Su esposo que estaba frente a ella, se arrodilló para verla a los ojos, Mery al ver a este hombre tan diferente del que se fue, con varios kilos menos, con una larga y descuidada barba, con sus manos agrietadas, le parecía un poco ajeno, pero al ver su mirada aceptó que a pesar de haber sido víctima de muchos sufrimientos, era el mismo Gerard que conoció hace quince años. No pudo emitir palabras, sólo se perdió en el gigante abrazo que su marido le estaba dando, un abrazo que le devolvió la seguridad y el alivio que tanto necesitaba. El la levantó de los brazos, la miró nuevamente y la besó, un beso de amor y júbilo como en los primeros años de casados.
Luego de despegar sus labios de los de él, Mery soltó un gran suspiro, que llegó a provocar la risa de ambos amantes. Del llanto pasó a la alegría y su garganta de pronto comenzó a articular infinidad de preguntas y palabras, unas tras otra.
- Querida, calma! Ya te contaré todo lo que viví, lo importante ahora es que estamos juntos y con vida. Vamos a casa, me muero por ver a los niños, les traje algunos obsequios navideños. También quiero darme un buen baño y sacarme esta sotana que me protegió todo este tiempo, pero que ya no me corresponde llevar.

- Sí vamos, mira que si alguien me ve besando a un cura, me pueden hasta excomulgar.

Marido y mujer se fueron riendo y jugueteando hasta su casa. De pronto Mery dio con el final de su novela, esa misma noche subiría la escalera de caracol para darle término.


por Silvana Acuña Serón.
San Pedro de la Paz, 02 de noviembre de 2009.

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