lunes, 25 de julio de 2011

Humitas bajo el parrón





Era febrero y los racimos de uva Italia comenzaban a colgar bajo el parrón del patio de mi casa, una antigua construcción de madera enclavada en un cerro con vista al río Bío Bío. Parecía más una vieja escuela de pueblo que una casa ubicada a diez minutos del centro de Concepción. Allí pasé mi niñez, rodeada de naturaleza, animales y olores de la tierra.
Debíamos levantarnos temprano; era día de humitas. Mi madre junto con mi abuelita hacían las mejores que yo haya probado en mi vida, no sé si era el choclo de esos tiempos o el cariño que estas mujeres ponían a la preparación, pero eran únicas.
Para tal trabajo, mi abuela Lucila se quedaba a dormir la noche anterior. Antes de las siete de la mañana ya estaba vestida y olorosa para ponerse en campaña. Mi padre era el encargado de ir, al alba, a comprar los mejores choclos humeros que encontrara en la Vega Monumental. Unos 50 ó 70 por lo menos.
A regañadientes con mis hermanas nos despertábamos tipo 9 a.m y vestíamos las ropas hechas por mamá. Los pescadores y soleras eran ideales para el calor de los veranos de antes.
Para esa hora los choclos ya estaban desparramados por el patio. Lo primero era retirarles las hojas, luego los pelos y rebanarlos uno a uno. Esta tarea estaba a cargo de los adultos, al igual que molerlos en esa máquina de fierro que existían en todas las casas en los ochenta. Si mi papá estaba, ayudaba, pero por lo general se iba a trabajar; dejándonos toda la pega a nosotras. Como se requería fuerza física, mi mamá debía sacrificarse y moler casi todas las unidades. Cuando fui creciendo ayudé hasta que mis brazos quedaban lacios.
Nuestra principal labor como niñas en esta “humitada”, era recolectar las mejores hojas de choclo y formar pares. Demoroso y tedioso, pero necesario. Mis hermanas menores se aburrían luego y me dejaban sola para ir a jugar. También tenía ganas de dejar todo botado, pero mi sentido de responsabilidad era más fuerte, además de saber que si no lo hacía le tocaría a mi madre más trabajo, quien por esa hora ya estaba agotada. Así terminaba por unir las grandes con las grandes, las medianas con las medianas, mientras que las pequeñas y carcomidas eran desechadas. Finalmente, había que cortar los hilos de algodón, no sin antes desenredarlos por estar todo un año guardados en un cajón de la cocina.
A lo lejos veía a mi madre preparar los aliños y a mi abuela llorando mientras picaba las cebollas. Lista la mezcla de puré de choclo, comenzaba el llenado de las humitas. Con una mano se sostienen las hojas y con la otra se vacía el cucharón con esta pasta acuosa, se doblan las hojas en cada extremo y se amarran firmes al centro para que no se suelten dentro de la olla con agua hirviendo. Todo debía ser muy rápido.
A eso de las tres de la tarde el olor a albahaca cubría toda la casa, abriéndonos el apetito a decir basta. El almuerzo consistía en humitas y más humitas, acompañadas de ensalada de tomates con cebolla y cilantro. Yo las prefería con azúcar y a veces con jugo de tomate. Aunque era muy flaca y debilucha, esa pasta blanda de maíz me fascinaba, y no tenía pudor de comer unas 5 ó 7 de una vez.
A mis más de 30 he probado muchas, pero nunca como las que se cocinaron bajo ese parrón, hechas con las manos amorosas de aquellas benditas mujeres.

Por Silvana Acuña Serón.

San Pedro de la Paz, 30 de abril de 2010.

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