sábado, 16 de abril de 2011

Rojo y Negro, de Nancy Mendoza


                                                              Nancy Mendoza
Es poeta, narradora, gestora cultural, vive en Ovalle, III Región, Chile.

Un aire tibio se dejó sentir en Tololo Pampa aquel atardecer del año 1888. Luego una sucesión de remolinos que semejaban demonios juguetones, aparecieron arrastrando polvo y piedrecillas que tronaban al precipitarse sobre el techo. Los de la casa dejando sus labores, asomaban las cabezas para mirar asustados, el extraño espectáculo.
Según me contó doña Nelly Jiménez, el padre de familia era dueño de una mina, que le permitía vivir al menos en ese año, con cierta holgura económica. Poseía además varios animales domésticos entre gallinas, conejos y un centenar de cabras.
Cuatro eran sus hijos. Dos trabajaban en Canto del Agua y sólo iban a casa cada quincena. Su hijo mayor vivía en una ciudad de la región, pero se encontraba en ese momento visitando a la familia  junto a tres amigos. La menor, una niña tenía sólo cuatro años de edad.
Era frecuente por aquella época que llegaran a la majada forasteros en busca de alojamiento. Así que esa noche cuando ladraron los perros y vieron a aquel hombre que se presentó pidiendo hospedaje, lo recibieron. Invitándolo a la mesa se sentaron a conversar. Riendo mientras le servían comida, iban enterándose de sus noticias. Era del norte y se dirigía hasta Vallenar. Llevaba sus escasas pertenencias en un saco harinero que atravesaba su espalda y traía en una mano una garrafa de vino que ofreció con amabilidad por el recibimiento a los dueños de casa.
Después de unas horas la señora y su esposo se retiraron a dormir;  tenían que madrugar. Los demás se quedaron bebiendo.
El afuerino salió a fumar. Al rato los cuatro hombres comenzaron a sentir fuertes dolores de estómago. Uno de ellos no paraba de vomitar.
 Cuando entró vio tirados encima de la mesa a sólo tres de ellos. Había esperado a que el veneno que contenía el vino hiciera  efecto sobre los hombres. Pero no encontraba al cuarto. Abrió el saco y extrajo una escopeta. Decidió usarla con el fin de eliminar todo testigo que pudiera acusarlo del robo que iba a cometer.
Eran pasadas las doce de la noche cuando el forastero se acercó al dormitorio donde dormía el dueño de casa con su mujer. Una vez adentro le disparó directo al l corazón. Murió enseguida. Al ruido de la descarga la mujer despertó  cubriéndose instintivamente el rostro con las manos. Recibió cuatro impactos de escopeta; el primero en la mano que había levantado en un impulso para protegerse, el segundo en el antebrazo, el tercero en la mandíbula y el último en la cabeza. 
            El hijo debilitado, pero vivo gracias a que había expulsado parte del veneno con el vómito, fue a atacarlo por detrás con un chuzo, pero éste reaccionó al instante y le disparó.
La última en quedar viva, la pequeña, aterrorizada se ocultó debajo de una cama.  Excepto ella, todos habían sido asesinados.
Al salir el sol no se sentía más que el rumiar de los animales que andaban sueltos y el llanto de la niña, quien no paraba de llorar.
Ocurrió algo extraordinario. Una de las cabras se le acercó y quizás por haber visto cómo las crías se alimentaban o por puro instinto de supervivencia, ella comenzó a mamarle. Cada vez cada vez que lloraba el animal se le acercaba. Y es  como logró  nutrirse.
          Pasaron varios días. En la casa, sólo habitada por los cadáveres, se enseñoreaba el viento.  Al cabo de varios días vinieron de la quinta de El Zanjón unos vecinos extrañados del silencio reinante. Espantados descubrieron a los muertos y a la pequeña sobreviviente… y un revoltijo de ropas y objetos tirados por el suelo
Los hechos quedaron grabados a fuego en la memoria de Genara del Carmen Carvajal. Nunca pudo ver mezclados el rojo con negro, sin que le viniera un ataque de pánico, como le escuché narrarlo a su hija doña Nelly. Aquel bandido usaba al cuello un pañuelo con esos colores.  Así pudo constatarlo la policía cuando, tras una tenaz búsqueda por el desierto, logró atraparlo.


Huasco, otoño 1986.





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